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Ojos de Silex (Relato Corto)

  



OJOS DE SILEX


Al fin terminó ese maldito comunicado nº19 de nuestro autoproclamado presidente, todavía no se porque que nos estaban obligando a ver por cadena nacional. De cualquier forma, al fin podré irme a dormir y despertarme directamente mañana. Y mañana. Mañana estoy seguro de que vendrá.
Ya han pasado muchos días, y ella me prometió que vendría a verme. Estoy seguro. Sino, ¿por que iba a dejar que le besara? Ella me ama, y porque me ama, estoy convencido de que vendrá.
Dios, no puede imaginarse con cuantas ansias la espero. A cada hora la he soñado y he caminado por sus labios de carmín con el simple deseo de volver a besarlos. Y sus ojos, ¡oh! esos ojos oscuros como piedras de silex y que inspiran todos los sentimientos con los que puede contar una persona. Diablos, que belleza de mujer, con sus curvas que dejarían famélico a cualquiera. Nada podría quitarme la esperanza de verla mañana.  Es que ella, ella prometió que vendría a visitarme. 
Maldita noche de oscuras horas, no se que hacer para que se esfume con prisa. A cada minuto la pienso. Todavía recuerdo aquel vestido azul que tenía la ultima noche, esa noche al lado del río cuando la besé. Me observó con la mirada más tierna, mientras aquellos hombres me subían a la camioneta, atado como un animal.
Yo, un hombre recto y educado, atado como un animal, ¿en que cabeza cabe? Y ella, con su dulzura a flor de piel me susurró suavemente al oído: "juro, que iré a visitarle". "Esperaré toda la vida, mi señora", contesté.  Y así lo hice.
Y sigo esperando. Pasaron algunos días, en donde los remolinos se llevaron las hojas del jardín, pero yo sigo aquí, esperándole. Y es que se que ella mañana vendrá. 
Pero no vino. Tampoco vino al día siguiente, ni al otro, ni al que le siguió. Pero yo la seguí esperando, sentado donde siempre, en la vieja silla frente a la ventana. Y pasaron más días, muchos más, veranos y primaveras, vientos y lluvias, hojas y bolsas de papel sobre las corrientes de aire. Pero ella no llegó. 
Han pasado muchos años, y hoy, ya viejo, escucho en la radio que un loco multimillonario construirá una replica del Titanic. Tomo mi medicina. Ya no tengo la misma fuerza en las manos ni la misma luz entra en mis ojos. Pero sigo esperándole, espero que llegue con su vestido azul y su larga melena oscura. Me mirará con sus ojos de silex negro y me dirá: "Perdona, amor. No pude venir antes".  








El De Pies Ligeros (Cuento Corto)


  

EL DE PIES LIGEROS


Todo es tan blanco. Oh, si blanco como la espuma del mar cuando las olas bailan pululando entre las rocas. Oh, querida Briseidas, extraño vuestro cuerpo sedoso frotándose contra el mío, en aquellas noches en las que no existía más que nosotros y nuestro lecho. Antes, cuando no era más que un chiquillo, hubiera dado cualquier cosa por dormir eternamente. Hoy, aquí en el Erebo, daría cualquier cosa por cruzar ese maldito río Aqueronte y regresar junto a mi amada.
Oh dioses bondadosos del Olimpo, os pido una vez mas observar los rizos de la musa que inspira mis palabras. Ni mi odio por el rey de Micenas cuando intentó llevarte de mi lado, y que por poco me hace abandonar la lucha contra los troyanos. Ni la furia desatada luego de la muerte de mi primo, o el bullir de mi sangre durante la lucha contra el gran Héctor, domador de caballos.
No, nada de eso.
Ni siquiera la flecha arrojada por el hijo de Príamo, que traspaso mi corazón con delicadeza, ha podido hacerme olvidar el deseo a fuego que siento para con mi Briseidas.
—¿Señor?
—¿Quien osa interrumpir mi letargo en el Hades? ¿Quien es aquel que le ha pagado al barquero Caronte para subir a su bote y molestarme en mi descanso? 
—Señor, es hora de tomar su medicina.
—¿Eres tú acaso, mi Briseidas?, ¿será cierto que los dioses me han concedido este deseo y me han traído a la musa que da la luz a mis pensamientos?
—Ninguna Briseidas, Señor Rodríguez. Hágame el favor y tome ésta pastilla. Aquí tiene el agua, tome toda la que pueda porque no vengo hasta después de las 8 y el doctor quiere que lo tenga sedado.






Sueño de muerte (relato corto)


   



SUEÑO DE MUERTE


  Sorbí el agua como si fuera la ultima gota del planeta, en realidad lo era. Hacia ya mucho tiempo que las cantimploras estaban secas y no habíamos visto ninguna clase de río o cuenca desde donde poder extraer algo de esta. Mire a mí alrededor. Las personas estaban iguales o peor que yo. Sus rostros eran pinturas de lo tortuoso de nuestra marcha, y las raídas ropas eran fiel reflejo de nuestra extinción. Me senté en una roca con la fatiga acumulada de dos días sin dormir y muchos más sin comer.
El frío era seco y pesado, y las pululantes mariposas revoloteaban a una distancia pertinente de nosotros. Habían aprendido que si se acercaban demasiado a nosotros, estaban muertas. El cielo, para ser de noche, me parecía mucho mas claro. Tenía una mezcla entre ámbar y ciruela. Daba una rara sensación de tranquilidad, aunque el aroma era tumefacto. La humedad de mi boca era casi nula, a pesar de que las gotas habían mojado mis labios, pronto se habían evaporado. Ya no sentía mis piernas. El frío, el cansancio, no sabía que era pero me entumecía desde lo más profundo de mí ser. Respiraba con dificultad y me ardía la garganta cada vez que el aire llegaba o salía de mis pulmones. La gente, empezó a imitarme y uno a uno se desplomó sobre las rocas que sobresalían en el suelo, o simplemente sobre el terreno desnudo. Ninguno expresaba otra cosa que no fuera cansancio, derrota, frustración. Creo que yo vi en esa gente también, desesperación. Supongo que mi rostro debía expresar los mismos sentimientos.
De pronto, me sentí acabado. Quise gritar, gritar tan fuerte como me fuera posible, pero no pude. Mi boca no emitía sonido alguno, y solo conseguí que mis ojos enrojecieran por el esfuerzo. Me desesperé. Busqué algo a que aferrarme, una esperanza, pero solo veía a mi alrededor gente en mi misma situación. Gente con hambre, frío, cansancio y miedo. Ya nada nos quedaba, ni el gobierno, ni el ejercito existían, y ni la maldita religión, la estúpida "fe", podía hacer nada por nosotros ya. Trate de llorar, realmente quería llorar con todas mis fuerzas, pero no tenia ni lagrimas. Solo conseguí esbozar una mueca y desde mi garganta un sonido lastimoso corrompió el silencio sepulcral de la escena. Tampoco podía morir.
Le resé a mi Dios, ese que mis padres me habían obligado a adorar cuando niño. A ese, que según decían nacía cada noche buena y que debía traer paz y amor. A ese, que cuando empezó todo esto, fue el primero que desapareció junto a sus profesos sacerdotes. A ese le rezaba. No le pedía que me salvara, que va, le pedía que me dejara morir. No quería mas soportar el terror cada día, el hambre, el frío. El luchar con los míos para sobrevivir. El maldito infier-no estaba en la tierra y yo, un estúpido oficinista, estaba vivo. Me sentía patético, pero a quien le importaba, fui patético durante mi toda mi vida, ¿porque no iba a serlo en el umbral de mi muerte?
Si, yo estaba vivo y quería morir.
Todos debían de pensar lo mismo que yo porque escondían sus rostros entre las sucias manos e intentaban llorar frenéticamente. 
Me reí, si me reí.
Desesperación, renuncia, locura, que se yo. Me reí porque era lo único que me quedaba por hacer ante una perspectiva tan sombría. Todavía riendo, me acosté sobre el suelo arcilloso. Exhale.
Luego, cerré los ojos con indiferencia y me entregue al cansancio de mi cuerpo. Con el polvillo que levantaba el viento helado del norte golpeando mi rostro, me dormí para siempre. 








Hombres de hierro (relato corto)


                    
HOMBRES DE HIERRO






No había nada que me gustara más que montar mi caballo y cabalgar por las estepas de mi reino. Sentir el viento rozarme el rostro como una caricia de los dioses y la luz del sol dorando mi piel. Jamás les colocábamos riendas, ni montura a nuestros caballos. Ellos eran una extensión de nuestros cuerpos, nuestros hermanos, nos uníamos a ellos en alma. Eso es sentirse vivo.
Cuando mi padre me obsequió a Sombra, yo era tan sólo un niño por lo que me críe viendo crecer a aquel potro. Cabalgue antes de aprender a caminar. Amaba enredarme entre las crines de mi pura sangre y dejarme llevar por aquellas tierras que eran de la familia. Nunca golpeaba sus ijares, siempre le hablaba y él había aprendido a responderme. Teníamos un lazo muy fuerte. Habíamos unido nuestras almas, no como amo y bestia, sino como iguales, como hermanos. Sombra era mi familia y yo la de él. Y mi pueblo vivía en paz.
Pero un día, los señores de las montañas con ojos decidieron que mi tierra, la tierra de mi padre y la de su padre antes que él, era buena para ellos. Marcharon con pueblos enteros, llevando el hierro sobre su cuerpo. Ondeaban las banderas de sus familias, las mismas que se dividirían mi hogar cuando todo hubiera terminado. La angustia se apoderó de mi tribu, ¿qué podíamos hacer nosotros con nuestras lanzas, contra aquellos que vestían de metal a sus caballos? Contra aquellos que cortaban el cuello de sus hijos, si este estaba en su camino hacia el poder. No, nada podíamos hacer. Pero sin embargo, lo hicimos.
Mi padre, el gran Zumar, formó sus huestes. Cada hombre, anciano o niño que pudiera empuñar una lanza o blandir un hacha se erigió a su lado con el orgullo de la tribu en su sangre. Yo apenas tenia catorce años en ese entonces, pero me ubiqué al lado del brazo derecho de mi padre como indicaban las leyes de nuestro pueblo. Tenía tanto miedo, era la primera vez que empuñaba mi lanza contra los hombres de hierro, o contra cualquier hombre. Sentía mi corazón palpitar tan fuerte y también sentía el de Sombra, que golpeaba como un tambor de batalla.              
Era un mar, un extenso mar de metal el que se nos venia encima. A lo lejos, no se diferenciaban los caballos cubiertos de hierro de los rostros de los combatientes embotados en sus yelmos, pero podíamos ver sus espadas relucir en lo alto. Más aún, las pudimos sentir cuando nuestras huestes se encontraron con aquel ejército. Un estruendo metálico se repitió mil veces en el eco de la llanura de nuestro hogar. Y yo, decidido, ordené a Sombra avanzar contra aquella marea impenetrable.
Nuestros hombres lucharon, por los dioses que lo hicieron con valentía y orgullo, pero aquellos estaban embutidos en sus corazas y dañarles fue casi imposible. Veía a mis hermanos combatir contra aquellos que intentaban robarnos lo que era nuestro por derecho de nacimiento, y me bullía la sangre y arremetía con mi lanza hacia los costados tratando de ensartar a algún enemigo. Y Sombra, mi fiel hermano, bufaba y golpeaba con sus patas delanteras a los que trataban de atacarme, me defendería con su vida si fuera preciso.
Imprevistamente, uno de esos hombres de hierro rodeó los cascos de mi caballo y arremetió contra mí. Me sorprendió, pero me repuse y lo golpeé con la fuerza que tenía a mi edad, pero no fue suficiente para voltearle. Él, en cambio, pudo asestar un zarpazo a Sombra, que trastabilló y me hizo caer sobre el suelo arcilloso dejándome casi inconciente.
Aquel guerrero se acercó, y pude ver como sonreía a través de su ropa de hierro que rechinaba al caminar. Era extraño, yo no tenia miedo, solamente trataba de imaginar que podía convencer a un hombre que el único camino para ser feliz, era robarles su hogar a otros. El enemigo levantó su espada, embebida en la sangre de mi querido Sombra, para rematarme. Me preparé para la muerte, como nos habían preparado de niños en mi tribu. Cerré los ojos esperando el golpe.
De pronto, escuché el relincho de Sombra y pude ver como sus cascos le partían la cabeza aquel hombre de hierro, que con los ojos impregnados de terror y sorpresa se desmoronó sobre mi pecho. Sombra caminó hacia mí, tenía en su rostro esa mirada de ternura que siempre hacia cuando quería que le acariciara el hocico, resopló y luego cayó muerto a mi lado.            
Es tarde, vi morir a mi padre, a Sombra, a mis hermanos y a mi pueblo. Vi a las mujeres sometidas y a mis campos quemados. Vi a una tribu entera luchar contra el exterminio y perecer por sus ideales. Vi la derrota con mis propios ojos.
Aún no comprendo por qué no me mataron; quizás me confundieron con uno más de los muertos del campo de batalla, o talvez necesitaban que alguien contara lo sucedido. No lo se, de cualquier modo los hombres de hierro habían ganado.